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FRENETISMO CULINARIO Y APATÍA GASTRONÓMICA















Desde que me dijeron que no podía volver a comer gluten, me pasaron varias cosas: comí cosas que pensé, eran aptas y resultó que no. Tuve mucho ensayo y error, doloroso, por cierto. Me equivoqué con jamones, salchichas y embutidos. Con dulces, con salsas y bebidas. Al tomar conciencia de que casi todo lo que viene empacado es susceptible de tener gluten, me sentí bastante restringida; deprimida también.


Ante la inseguridad de comer fuera de casa, me volqué a preparar cosas dentro de ella. Mi máxima fue “todo se puede reemplazar”, y busqué la manera de no sentir que renunciaba a todo lo que me gustaba comer, sino encontrar reemplazos para mis platos favoritos.


Busqué recetas sin gluten en internet, y ¡qué sorpresa!, hay millones. Sin embargo, la emoción inicial se diluyó cuando ví que muchos de los ingredientes no los conseguía aquí. Premezclas, harina de alforfón, sorgo, plantago ovata… Claro que otros sí se encontraban: harina de arroz, de garbanzo, goma xhanta o guar, agar agar. La cocina se transformó en un laboratorio y me sentí como alquimista que buscaba la piedra filosofal libre de gluten.


Me deshice de ollas y trastos con rastros pegados que me fue imposible desprender, regalé la harina de trigo, la pasta y los panes que tenía, traté de limpiar cualquier resto de gluten. Mi esposo fue muy comprensivo y se metió en esta aventura conmigo. Aceptó comer GF aquí en la casa, aunque con el tiempo ha ido trayendo el cereal, los pasabocas y la cerveza que le gusta. Todo está aparte y tiene un plato especial donde se sirve las cosas para él. Lo diferenciamos porque es de una vajilla diferente. De resto, comemos igual. La pasta es sin gluten, los panes y pasteles también.
















Pero bueno, en el frenetismo culinario que se apoderó de mí, tuve alegrías y decepciones. Aprendí que el gluten aglutina y no permite que las preparaciones se desmoronen, por lo que las mías se hacían migas muy fácil. Ricas de sabor, pero un desastre en textura. Las gomas y el Psyllium (plantago ovata), me dieron consuelo en ese sentido.


Mi hija todavía dice “Tú cocinas deforme, pero rico”. Con eso se pueden hacer una idea de lo que pasaba por mi cocina durante meses. Un día tuve antojo de lasagna, y me dispuse a buscar la forma de hacerla sin gluten. Hacer la pasta en casa fue un fracaso total, jamás lo logré. Entonces encontré quién la vendía. ¡Ahora incluso en Jumbo se consigue! Desastres culinarios, he tenido muchos. El pan no se me da: masas duras como piedra o apelmazadas, panes que jamás suben, sabores dudosos… en fin, tuve que botar uno que otro a la basura con mucho pesar. Pero también he tenido éxitos: pastelitos, cupcakes y galletas me salen maravillosas.


Y del sentir que “todo se puede reemplazar”, pasé a la apatía total. Pasé horas y horas en la cocina, intentando descubrir recetas ricas que le gustaran a toda mi familia, y luego sólo quise poder pedir una simple pizza a domicilio. Me cansé. Me entristecía; me parecía injusto que cualquier persona pudiera tomar el teléfono, pedir lo que se le antojara y recibirlo calientito en su casa. Y yo no. Salir a comer, algo tan simple, fácil y rico, era algo que no se me facilitaba. Qué rabia. Me limité a hacer recetas simples y que no me demandaran investigación: carne, pescado o pollo a la plancha, arroz con atún, ensaladas.


Me disgustó pasar tanto tiempo cocinando, quería mi vida sencilla, “práctica”, que me quedara espacio para dedicarme a otras cosas y no simplemente a planear el mercado, las comidas, las onces y demás. Estuve un buen tiempo masticando mi disgusto y quejándome mentalmente. El “¡¿Por qué a mí?!” se instaló en mi vida unos cuantos meses. Estaba sombría, peleada con mi condición.


Fue una temporada desagradable. No veía la salida, pero existía. Mi estómago y mis antojos me marcaron el camino. En mi caso no era hambre, porque afortunadamente hambre no pasé, pero sí era deseo de comer rico. De comer MUY RICO. Después de varios meses de autosometerme a la renuncia, también me cansé de eso. Así como nuestros antepasados tuvieron que salir a buscar su comida como cazadores, me armé de valor y salí a ver qué cazaba para mí. Mis armas: internet, gafas y paciencia, para leer montones de etiquetas en letras minúsculas y para contactar empresa tras empresa preguntando si sus productos eran aptos para celíacos. Con tristeza digo que son muy pocas las que contestan. Otras, dan respuestas vagas que sólo demuestran su desconocimiento del tema. Algunas otras tienen el descaro de afirmar que no contienen gluten, y luego de enfermarme, descubrí que sí lo contenían. Una que otra me dieron alegrías.


Como resultado de esas cacerías, he encontrado muchos productos aptos. Me pongo feliz cada vez que descubro alguno certificado con los logos, y son bastantes: salsas, pastas variadísimas, pasabocas, cereales para el desayuno, mermeladas, polvo de hornear, escencias, condimentos, etc. Jumbo y Carulla tienen secciones sin gluten, pero fuera de éstos apartados hay montones de productos aptos que ni siquiera sus administraciones han identificado como tales. Hasta mejor, porque sospecho que les subirían el precio.


Entre el frenetismo culinario y la apatía gastronómica, encontré un puntito medio, cómodo, que me ha permitido encontrar un equilibrio entre el tiempo que paso en la cocina, y la practicidad a la hora de comer. La vida como celicolombiana no será la más fácil, pero descubrí que tampoco tiene por qué ser complicada.

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